sábado, 31 de octubre de 2009

Helado de sabores



Para no desentonar con el ambiente tenebroso (y divertido) de estas fechas, y darle al amable lector una opción alterna a las películas (repetidas) que transmitirán este fin de semana, aquí les dejo un cuentito de mi autoría, que aunque no pone los pelos de punta, seguro si asusta la prosa mal escrita >.<

Saludos tenebrosos.

Yukino.
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Helado de sabores
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Dos patrullas con las sirenas encendidas, se detuvieron enfrente del edificio marcado con el número ocho de la calle Maple. Bastó un sólo timbrazo para que la señorita Gertrudis, la portera amargada cuya única satisfacción en el mundo era cuidar de sus gatos e inmiscuirse en los asuntos de los demás; abriera de un jalón la puerta de su oscuro departamento oloroso a orines de gato. Inmediatamente entregó al oficial un fajo de llaves indicando cuál era la que abría el departamento y hasta los escoltó a la puerta. Fue ella quien tiempo después, se encargó de alimentar los rumores que hasta el día de hoy circulan por aquí.

Como es común en todos los casos que involucran sirenas y policías, en un santiamén se congregó un gran número de personas provenientes de los edificios y casas a lo largo y ancho de la calle Maple; cada quien tratando de indagar el motivo de las patrullas. Pero nadie, ni en sus más terribles pesadillas imaginó el horror del que seríamos testigos aquella noche en que la policía sacó el cuerpo cubierto de Sara Armenta, y quedarían grabados para siempre en nuestras mentes los gritos horrorizados de la familia de aquella infortunada muchacha.

Doce años después, en el sopor de un verano sumamente caluroso; sentada en la mecedora de mimbre que perteneció a mi madre, trataba de leer el periódico a cabezadas, mientras el radio sonaba una canción arrulladora desde la cocina. Fue entonces cuando di con aquel artículo que heló mi sangre como si me hubiese zambullido en una tina de helado de menta.

Aquello era sumamente horrible: “Encuentran chica muerta en un departamento. Madre e hija desaparecidas”; rezaba el diario y de inmediato recordé la noche en que Sara Armenta fue sacada del departamento del edificio ocho.

Todo comenzó el día en que apareció en los clasificados un anuncio solicitando una niñera por medio tiempo. La paga no era para morirse de envidia, pero para una estudiante con escaso presupuesto y algo de tiempo libre, aquello parecía un mensaje caído del cielo. Yo hubiese llamado de inmediato pero el anuncio era explícito; solicitaban a una chica y como ya estaba por jubilarme dejé el teléfono en su lugar. A los tres días, el anuncio había desaparecido del diario y en un paseo por el parque, me topé con Sara Armenta que llevaba de la mano a una niña de no más de cuatro años que sorbía ávidamente un helado rojo de cereza.

Aquella niña, de nombre Marina no me pareció en nada curiosa, ni siquiera despertaba simpatía como suelen hacerlo los niños a esa edad. Al contrario, sus labios coloreados en rojo por el helado, curvados en una sonrisa casi malvada mostraban lo que prometían ser los dientes más blancos y afilados que se hayan visto en un infante de esa edad. Su tez demasiado blanca y sus ojos, que por primera vez me miraron, me dejaron el alma cubierta de escarcha. Fue entonces cuando pensé que aquel pequeño ser bien podría pasar por una muñeca de porcelana, de aquellas que sólo se muestran en los aparadores, pero que nadie quiere sostener en brazos. No hicieron falta preguntas para saber que Sara había respondido al anuncio del diario ya que en un lugar como este, los clasificados suelen ser poco comunes y por lo mismo no duran mucho tiempo.

En las semanas siguientes, volví a verlas paseando por el parque, siempre a la puesta de sol. Pero a diferencia de las demás personas que se pasean por ahí con sus mascotas, o de los niños que suelen ir a divertirse un rato, pareciera que aquel par no era del todo feliz. Como siempre, la niña sorbía con tremenda avidez un helado que le coloreaba los labios de rojo, como si fuese su primer alimento en mucho tiempo. Por su parte, Sara comenzaba a palidecer y a bajar rápidamente de peso, sus rostro pálido lucía cansado y sus ojos mostraban las ojeras de quien ha pasado por una larga enfermedad.

Verla en aquel deprimente estado me causaba una mezcla de horror y tristeza. Así que en una ocasión, sin poder contenerme me acerqué a preguntarle si la escuela o el trabajo le estaban afectando. Pero Sara sólo me dedicó una débil sonrisa y apresuró el paso para alcanzar a Marina que la esperaba al otro lado de la acera, ladeándose el sombrero de verano que llevaba ese día a pesar de que el sol casi había desaparecido para dar paso a la noche. Al volverme, descubrí a la niña observándome con sus intensos ojos azules, cuya mirada parecía indicar la inesperada fatalidad pero que a la vez era inevitable no contemplar. Dios sabe cuánto tiempo me quedé observando esos ojos, pues sólo reaccioné hasta que sus labios se curvaron en aquella sonrisa torva y de su garganta brotó la risita más estridente que aún hoy retumba en mis oídos.

De haber sabido que esa sería la última vez que vería a Sara con vida, la habría acompañado a dejar a esa niña con su madre y me llevaría a Sara de vuelta con su familia. Incluso habría arrebatado a aquel ser de sus manos y dejarla abandonada a su suerte. Sin embargo, las cosas deben seguir su curso y la vida de Sara había llegado a su fin desde el día en que contestó al condenado anuncio del diario.
Nadie sabe que pasó con la mujer y la niña, pero cuando la policía sacó a Sara del departamento, éste se encontraba casi vacío. Sólo a mitad de la sala se encontraba un sofá sobre el que estaba tendido el cuerpo de Sara Armenta, cuyas manos sangrantes descansaban en el piso. Pero lo más espeluznante, era la nevera en cuyo interior fue hallado un gran tarro de helado rojo con el nombre de Sara escrito en una etiqueta.


p.s. En imagen, arte digital por Ray Caesar

3 comentarios:

  1. Ahhh con lo que me gusta el helado rojo!!! jejeje es que es de frutas rojas en realidad!!!

    Me gustó tu cuento!!! Felices muertos!

    Pily

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