jueves, 25 de junio de 2009

El precio de la calma o bien, de vivir lejos.

Por alguna extraña razón, a mis padres les ha dado por vivir en lugares algo alejados del centro de la ciudad. Ya sea por perseguir la calma de las zonas apartadas y alejarnos del estrés del tráfico, o bien por mera comodidad y posiblemente el vivir en un lugar casi "inalcanzable" puede ser motivo para que ciertas personas o familiares nos vean justamente como eso: "inalcanzables" debido a que vivimos lejos.
Claro que esto de vivir casi como hermitaños también tiene sus desventajas, que en mi situación de peatona son muchas. Para empezar, sólo exiten dos rutas de transporte público que conectan a mi casa con la civilización y a esto, se le une el servicio de taxis colectivos, cuyo pasaje cuesta casi el doble que el camión y ambos por lo general son bastante ineficientes.
Así que mientras trato de curar mi impuntualidad (y no es que siempre sea mi culpa), parece que el sistema de transporte público quiere sabotearme. Para empezar, salí con tiempo suficiente como para llegar a tiempo al centro, pasar por el puesto de revistas y llegar a mi clase de yoga, sin embargo, me quedé esperando en medio de la nada (bueno, a un lado de la única miscelánea a la redonda) viendo cómo pasaban los colectivos atiborrados de gente y más adelante, divisando la mini terminal de las dos rutas que llegan al complejo de 50 casitas donde vivo, llena de autobuses estacionados y yo, esperando.
30 minutos y algunas maldiciones después, como visión de oasis en el desierto, pasa un colectivo con espacio para una persona y ni tarda ni perezosa, pero sí atrasada, me trepé... Sin embargo, por más que traté de esbozar una sonrisa por ir ya en camino, no logré contentarme y ni la visión de mi tapete de yoga me alegró el viajecito. Lo cierto es que después de un poco de tráfico, una parada y dos piropos en la calle, llegué casi a tiempo a mi clase.
Sinceramente no me consuela que otros compañeros hayan llegado más tarde que yo, pues no se trata de eso... Lo que sí, es que la clase estuvo genial, conocí nuevas posturas de equilibrio, me reí bastante con las ocurrencias de un compañero y estrené un aceitito corporal de tiaré que me compró mi mamá y que deja la piel suave y perfumada (que es lo que se supone hace). Hasta aquí, estaba con mi sonrisa feliz, sin embargo, me tomó como 10 minutos medio borrarla pues el regreso a casa fue igual de desesperante que la llegada, salvo que esta vez, una ligera llovizna comenzó a acosarme.
Ahora se lo que sienten los pollos cuando son transportados, en mi caso, no iba entre pollos pero si con muchas personas apretujadas y empujándose entre sí (que casi es la misma clase de fauna o cuando menos, se le parece mucho), Por fortuna logré encontrar un asiento libre media cuadra después de haberme subido y logré llegar viva a casa y con los cabellos en su lugar.
Mi sonrisa volvió de inmediato, pues fui recibida por el alegre perro "Baguette" (así lo bauticé) que vive en la privada donde vivo y después de alimentarlo y darle unas palmaditas, comenzó a caerse el cielo. Esta vez, contemplé la lluvia desde la ventana de mi salita y de nuevo, la sonrisa volvió a mis labios.

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